Amanecer

Pintado por sorportándome

Tu aroma me aburre.
Amanezco a tu lado y la cama
me invita a evaporarme.
Tu aroma me aburre.
La distacia entre nuestros
cuerpos es abrupta.
Recuerdo cuando tu aliento
me daba la vida, pero ahora,
tu aroma me aburre.
Abro los ojos y te veo
dormida con la boca abierta.
Ya se te ven las canas.
Que peste te huele
el aliento por las mañanas.

Cólico en el corazón


Todas las mañanas Rocío se tenía que recomponer alrededor de aquel corazón vacío con el que se había acostumbrado a dormir. Desde pequeña sus padres compensaban el hueco de su víscera vacía llenándole los bolsillos de dinero. A los 27 años ya tenía un puesto de directiva en la empresa familiar.
Cada amanecer iba caminando al trabajo. Salía de casa, cruzaba la esquina con el sol asomándose detrás de los edificios y a lo lejos ya escuchaba la música del saxofonista y su corazón comenzaba a latir. Días tras día era la manera en que las notas musicales bombeaban de sangre el corazón de Rocío. Cuando se cruzaban se sonreían sin palabras y con sus ojos se saludaban.
El saxofonista tenía la elegancia del pobre que sabe cuál es su sitio en la calle. Siempre llevaba un traje marrón, cada vez más gastado; y en verano se quitaba la camisa dejando su torso medio desnudo escondiendo una parte con la chaqueta que nunca se quitaba. Por cuna tuvo una caja vacía de cervezas y por manta un saco de patatas. Sus padres le llamaron Mario. A pesar de haber nacido sordo aprendió el oficio de su abuelo: tocar el saxofón a cambio de unas monedas. Nunca aprendió a hablar y por su saxo parecía expresar todo lo que no podía decir con su boca.
De aquellas palabras mudas convertidas en música salía la vida que reanimaba cada mañana a Rocío. Él la veía pasear con un novio de su alcurnia que acabó siendo su marido. Cuando Roció se mudó de barrio ni el amor de su marido ni el de sus hijos podían evitar que su corazón se marchitara.
Después de tantos años todavía se puede ver a Rocío paseando por su antiguo barrio cada tres o cuatro días para llenar su corazón de sangre y sonreír sin palabras a Mario.

cólico: dolor intenso en víscera vacía

Carnaval




Joanna era bilingüe. Su padre nació en Cádiz, fabricaba disfraces y le daba a la bebida. Su madre era católica apostólica, nacida en París y diseñaba sombreros para los disfraces. Desde su habitación Joanna les oía discutir sobre si un sombrero combinaba con determinado disfraz. Su padre maldecía a Dios en andaluz y su madre pedía ayuda y resignación a Dios en francés. Esto ocurría todas las tardes. En un intento de buscar armonía familiar la niña decidió estudiar traducción e interpretación, a pesar de que sus padres querían que se uniese al negocio familiar fabricando pelucas.

Fue en aquel congreso hispano-francés de la iglesia Católica. Joanna tenía 32 años y traducía simultáneamente sin ningún problema del francés al español y viceversa. El día de clausura del congreso invitaron a Su Santidad. Cuando la muchacha vio entrar al Papa con aquel gorro empezó a temblar. Un cardenal francés pidió ayuda a Dios y la joven intérprete en lugar de traducir empezó a soltar por su boca maldiciones a Dios; regresó a su infancia y el conflicto disfraz-sombrero se apoderó de ella. Empezó a convulsionar y soltar blasfemias cada vez más fuertes en andaluz. Allí mismo Su Santidad le realizó un exorcismo. Pero Joanna se rebeló, se alzó por las alturas volando y terminó quitándole el gorro al Papa. Y llegó la calma.

MISTERIO




Se me arrugan las letras al descifrar tu misterio.
Con cada mirada tuya eres una estrella.
Si tus ojos me miran desde un lado
te veo como a Audrey Hepburn,
si me miran desde el otro
como a Elisabeth Taylor,
si me miras de frente, tiemblo.
Te gusta saberte la más bella,
saberte rodeada de estrellas parecidas
que ante ti, apenas destellan.
Te gusta mirar desde la altura
a las que no te llegan.
Saberte la más bella.
Entre la niebla te escondes
para hacerte la incógnita.
Tu hermosura me hace verte borrosa
y tu estela me ciega.
Provocas le envidia en una Diosa.
Tan majestuosa persona
no necesita corona.
Que Penélope Cruz
se caiga de boca.

DEDICADO A MARITOÑI

Abandonado


Julio se metió en su blog una noche de verano y no volvió a salir de él. Sus lágrimas al caer de sus ojos teclearon su usuario y contraseña.

Toñi le había dejado para siempre tres meses antes de la boda. El joven abandonó el trabajo y a su familia. Sus relaciones se convirtieron en virtuales. Su estado de ánimo dependía directamente del número de comentarios que recibía en cada entrada.

Añadió un gadget en el que iba poniendo fotos de los objetos de su casa para venderlos de segunda mano y poder pagarse la conexión a Internet. Cuando su padre murió de cáncer no asistió al funeral pero lo escribió en su blog; igual hizo cuando bautizaron a su sobrino.

Un día de otoño su ex-novia buscando una reconciliación llamó a la puerta de Julio. Éste llevaba tanto tiempo sin abandonar su blog que no se atrevía a salir por si no recordaba la contraseña para volver a entrar.

Toñi insistía llamando al timbre, pero Julio se quedó pegado a la computadora como una pegatina. Toñi se cansó de esperar y se marchó.

El tiempo justo

El gran reloj de pared que mi abuela había heredado de su bisabuelo fue lo único que me dejó de herencia.

Cuando era pequeño y la visitábamos, yo cogía una silla y me sentaba a mirarlo fijamente. Ese movimiento simétrico del péndulo me hechizaba; me transportaba a un lugar donde las despedidas no existían.

Unas campanadas como del otro lado hacían sonar los cuartos y puntualmente las horas. TAN.TAN.TAN. Las tres.

Mientras contemplaba los sesenta segundos que tiene cada minuto, pensaba a dónde irían esos segundos que ya no estaban; hasta que cada cuarto de hora el retintín de las campanadas me sacaba del trance y me recordaba que estaba en casa de mi abuela.
Miraba el horario, el minutero, el segundero… y pensaba cuántas historias de mis antepasados habrían presenciado esas agujas.

Hace 15 años que tengo este reloj en mi casa, y cada tres días tiro de una cadena para darle cuerda al carrillón. Cuando mi hijo Antonio era un bebé y lloraba, las campanadas del reloj le calmaban el llanto.

La semana pasada dejó de funcionar. Llamé a un relojero mecánico para que lo reparara. Cuando lo inspeccionó me comentó- este reloj ha muerto-. Algo se paró en mi alma el escuchar esas palabras. Un tic-tac de mi corazón se perdió en el tiempo.

-Hay que cambiar toda la maquinaria, las agujas y el péndulo; y eso si encontramos con alguno que encaje en el armazón. Estos modelos ya no se fabrican- me dijo el mecánico.
-¿Cuánto puede costar eso?-
-Unos 800 euros- me respondió.
Me eché las manos a la cabeza. Cuando recapacité con esos 800 euros encargué un ataúd y un funeral para darle un entierro digno al reloj.

Alguna vez hay que desprenderse del tiempo pasado.

Dedicado a CORO