Desde que su mamá se fue, Iria iba todas las mañanas a contemplar el mar, y antes de desayunar lloraba sobre el acantilado cercano al faro. Luego se recomponía y pasaba el resto del día haciendo frente a su padre, a las trabajadoras sociales por no querer ir a la escuela y a todo aquel que no fuera de su agrado. Y es que tenía mucha rabia dentro. Al principio no se dio cuenta, pero poco a poco se percató de que las lágrimas que lloraba no se las llevaba el viento. Eran lágrimas que nunca caían por su rostro, subían por su entrecejo, las perdía de vista y volaban hacia el firmamento como buscando el alma de su madre.
Un día en el que sufrió mucho por un problema con su padre decidió retener las lágrimas poniendo su mano bocabajo en la frente. Las lágrimas se quedaron formando un charquito en el cuenco que formaba su palma. Cuando volteó la mano, el llanto derramado se elevó como una gran gota por los aires. Decidió ir acumulando su llanto en una botella, ponía la boca de ésta en su entrecejo y las lágrimas se iban acumulando llenando la botella en posición invertida. Luego la cerraba, le daba la vuelta y el líquido subía hacia arriba como queriendo salir chocando contra el tapón.
Una tarde recibió la vista de otra niña afligida porque su padre había desaparecido mientras pescaba en alta mar. Iria notó que desde la botella salía un mensaje que sólo ella podía escuchar. Iria transmitió el recado. Le dijo a su amiga dónde estaba su padre, muerto en una roca en A Costa da Morte. Cuando la compañera de Iria regresó a su casa la madre le informó llorando que el cuerpo de su padre había aparecido en ese sitio.
Desde entonces Iria creía firmemente en que las botellas con sus lágrimas desafiando la gravedad le daban información sobre los muertos en el mar. Empezaron a acudir muchos aldeanos a ver a la niña como si de un milagro se tratase. Le consultaron sobre otras desapariciones y siempre atinaba con el sitio dónde se podían encontrar las personas a las que el mar les arrebataba la vida. Iria siempre contestaba lo que le transmitían las voces que salían de la botella.
Cuando la niña cruzó su mirada con la de Antonia en Bueu, ya era una muchacha de 16 años y tenía un niño pequeño.