Desde pequeño siempre me ha gustado jugar con el lenguaje. Mi madre lo percibió muy pronto. De niño sabía nombrar los objetos pero aposta les cambiaba el nombre para no tartamudear. En seguida me di cuenta que el lenguaje escondía algo incestuoso.
Con las palabras se nombraba o se desfiguraba la realidad; pero algo dentro de mí me hacía tartamudear cuando lo que pronunciaba estaba más cercano a lo verdadero. Cuando me inventaba el nombre de las cosas nunca masticaba torpemente las palabras, pero cuando nombraba lo más real me atascaba con los términos. Se me colgaban las palabras en los labios.
Tal vez fuera porque miraba a través del ojo de una cerradura a las palabras para ver qué escondían detrás, y eso me producía culpa. En la adolescencia entendí que los adultos con el lenguaje trataban de comunicar algo, y también de ocultarlo. Por eso cada vez me atraían más los vocablos. Estaba completamente seducido por ellos.
En mi pubertad, una tarde en la que miraba las palabras a través de la cerradura, decidí meterme dentro y levantarle la falda a las palabras. Descubrí que las palabras eran una carta de presentación y a la vez un escudo con el que proteger una imagen indeleble. Entonces no volví a tartamudear más.
Con las palabras se nombraba o se desfiguraba la realidad; pero algo dentro de mí me hacía tartamudear cuando lo que pronunciaba estaba más cercano a lo verdadero. Cuando me inventaba el nombre de las cosas nunca masticaba torpemente las palabras, pero cuando nombraba lo más real me atascaba con los términos. Se me colgaban las palabras en los labios.
Tal vez fuera porque miraba a través del ojo de una cerradura a las palabras para ver qué escondían detrás, y eso me producía culpa. En la adolescencia entendí que los adultos con el lenguaje trataban de comunicar algo, y también de ocultarlo. Por eso cada vez me atraían más los vocablos. Estaba completamente seducido por ellos.
En mi pubertad, una tarde en la que miraba las palabras a través de la cerradura, decidí meterme dentro y levantarle la falda a las palabras. Descubrí que las palabras eran una carta de presentación y a la vez un escudo con el que proteger una imagen indeleble. Entonces no volví a tartamudear más.