Las palabras


Desde pequeño siempre me ha gustado jugar con el lenguaje. Mi madre lo percibió muy pronto. De niño sabía nombrar los objetos pero aposta les cambiaba el nombre para no tartamudear. En seguida me di cuenta que el lenguaje escondía algo incestuoso.

Con las palabras se nombraba o se desfiguraba la realidad; pero algo dentro de mí me hacía tartamudear cuando lo que pronunciaba estaba más cercano a lo verdadero. Cuando me inventaba el nombre de las cosas nunca masticaba torpemente las palabras, pero cuando nombraba lo más real me atascaba con los términos. Se me colgaban las palabras en los labios.

Tal vez fuera porque miraba a través del ojo de una cerradura a las palabras para ver qué escondían detrás, y eso me producía culpa. En la adolescencia entendí que los adultos con el lenguaje trataban de comunicar algo, y también de ocultarlo. Por eso cada vez me atraían más los vocablos. Estaba completamente seducido por ellos.

En mi pubertad, una tarde en la que miraba las palabras a través de la cerradura, decidí meterme dentro y levantarle la falda a las palabras. Descubrí que las palabras eran una carta de presentación y a la vez un escudo con el que proteger una imagen indeleble. Entonces no volví a tartamudear más.

De compras


Como cualquier adolescente, cuando tenía quince años quería ser diferente, no tenía pelos en la lengua y pecaba de imprudente. Mi prima Marta y yo nos detuvimos delante de aquel escaparate. El maniquí llevaba puesto unos sencillos pantalones y tenía pelos en los sobacos ¡Aquello si que era diferente! Entré al probador y me quedaban divinamente. Me miré al espejo y se ajustaban a la altura de la cintura que a mi me gusta. Al salir el pantalón empezó a subirse hasta mis sobacos dejando mis pechos atrapados bajo de la tela. Una línea de botones recorría el pantalón desde mi entrepierna hasta mi cuello. Mi prima me dijo: no sé, te quedan raros.
Me acerqué a la dependienta, una chica monísima, con el pelo rojo muy bien cortado, para preguntarle cómo me quedaban. De pronto me di cuenta que la chica llevaba los mismos pantalones hasta el cuello; y empezó a gritarme como una loca y con la boca desencajada: te quedan horribles ¡Espantosos!
Se ve que todos queremos ser diferentes. Cuando quise pronunciar unas palabras de queja, me di cuenta que estaba atrapada por el silencio. Tenía mi lengua llena de pelos y no podía quejarme. No me salían las palabras.

Dardo



Amador no soportaba perder. Prefería terminar discutiendo con sus primos antes que perder una partida a los dardos en aquella diana que le había traído su tío de Francia.
Pero a los 12 años sufrió la pérdida de su abuela. Fue después del entierro cuando lanzó con tanta rabia un dardo al cielo cuando se dio cuenta que había nacido con un don: podía ver lo que ocurría en la otra vida. Se abrió el firmamento y pudo ver cómo se abría una bóveda en la que estaban todos sus antepasados; pudo incluso saludar a su abuela recién fallecida. Se lo comentó a su madre y ésta se rió tanto que comprendió que nunca podría contarlo a nadie. Pero él de vez en cuando abría el más allá para saludar a su abuela.

Esta noche la vio viva por última vez. Amador y su amada acaban de celebrar su compromiso de bodas. Se casarían en verano, el día que los dos cumplían 28 años. Cuando la dejó en el bar celebrándolo con sus amigas estaba radiante de felicidad, pero una enfermedad repentina la mató. Su blanca piel iluminada por la luna hacía más llamativo su cadáver transportado por cuatro mozos del pueblo. La querían amortajar en casa de sus padres. Nadie se atrevió a decírselo a Amador; todos sabían que no soportaba perder. Asomado a la ventana veía sobrecogido el cuerpo de su amada recorriendo la calle, y el resto de los vecinos iban saliendo a sus balcones como si de una procesión se tratase.

Después del entierro Amador lanzó un dardo al cielo para poder saludarla y observar de nuevo su belleza. Esta vez el cielo no se abrió. El dardo subió muy alto, pero no pudo ver la otra vida. El dardo volvió de las alturas con tanta fuerza que se clavó en su corazón. Y fue entonces cuando pudo ver la otra vida y estar de nuevo con su amada.

Con este relato quiero agradecer a Lisebe el haberme otorgado el Premio Dardos