
El gran reloj de pared que mi abuela había heredado de su bisabuelo fue lo único que me dejó de herencia.
Cuando era pequeño y la visitábamos, yo cogía una silla y me sentaba a mirarlo fijamente. Ese movimiento simétrico del péndulo me hechizaba; me transportaba a un lugar donde las despedidas no existían.
Unas campanadas como del otro lado hacían sonar los cuartos y puntualmente las horas.
TAN.TAN.TAN. Las tres.
Mientras contemplaba los sesenta segundos que tiene cada minuto, pensaba a dónde irían esos segundos que ya no estaban; hasta que cada cuarto de hora el retintín de las campanadas me sacaba del trance y me recordaba que estaba en casa de mi abuela.
Miraba el horario, el minutero, el segundero… y pensaba cuántas historias de mis antepasados habrían presenciado esas agujas.
Hace 15 años que tengo este reloj en mi casa, y cada tres días tiro de una cadena para darle cuerda al carrillón. Cuando mi hijo Antonio era un bebé y lloraba, las campanadas del reloj le calmaban el llanto.
La semana pasada dejó de funcionar. Llamé a un relojero mecánico para que lo reparara. Cuando lo inspeccionó me comentó-
este reloj ha muerto-. Algo se paró en mi alma el escuchar esas palabras. Un tic-tac de mi corazón se perdió en el tiempo.
-Hay que cambiar toda la maquinaria, las agujas y el péndulo; y eso si encontramos con alguno que encaje en el armazón. Estos modelos ya no se fabrican- me dijo el mecánico.
-¿Cuánto puede costar eso?-
-Unos 800 euros- me respondió.
Me eché las manos a la cabeza. Cuando recapacité con esos 800 euros encargué un ataúd y un funeral para darle un entierro digno al reloj.
Alguna vez hay que desprenderse del tiempo pasado.
Dedicado a CORO